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Discurso de Juan Cristóbal Romero en Cena de Titulación DIIS

La última Cena de Titulación del Departamento de Ingeniería Industrial y de Sistemas contó con la participación de Juan Cristóbal Romero, Director Ejecutivo del Hogar de Cristo, poeta e Ingeniero Civil Industrial egresado hace 25 años del DIIS. En la instancia, dedicó un discurso en donde realizó un viaje por su formación y carrera, haciendo […]

Fecha de Publicación: 13/12/2023

La última Cena de Titulación del Departamento de Ingeniería Industrial y de Sistemas contó con la participación de Juan Cristóbal Romero, Director Ejecutivo del Hogar de Cristo, poeta e Ingeniero Civil Industrial egresado hace 25 años del DIIS.

En la instancia, dedicó un discurso en donde realizó un viaje por su formación y carrera, haciendo principal hincapié en el descubrimiento de su interés en las artes y en especial sobre su vocación hacia lo social, motivando a los actuales egresados y egresadas del departamento a desenvolver su aptitudes en dicho ámbito.

Revisa a continuación las palabras que dedicó a este nueva generación que recién egresó:

Estimados graduados de Ingeniería Civil Industrial y de Sistemas de la Universidad Católica:

Es un privilegio dirigirme a ustedes en este momento tan significativo de sus trayectorias. En los instantes que siguen, compartiré con ustedes ideas y perspectivas que buscan inspirar, transmitir y, sobre todo, fomentar una reflexión constructiva, basada en mi propia experiencia como estudiante y egresado de Ingeniería Civil Industrial y de Sistemas.

Permítanme comenzar mencionando los eventos y decisiones cruciales que me han llevado a este punto de mi vida, después de 25 años de haber egresado de esta misma institución. A pesar de que mi camino puede parecer poco convencional en algunos aspectos (pues, por un lado, he desarrollado una trayectoria como escritor de libros de poesía, y por otro, como un ingeniero que trabaja en el Hogar de Cristo), durante mis años escolares y gran parte de la universidad, fui un alumno bastante mimetizado con el resto. Ni siquiera reflexioné mucho en cuanto a la elección de mi carrera universitaria. Siempre mostré habilidades en matemáticas, y mi colegio se destacaba en esa área. Al analizar retrospectivamente, tiendo a considerar que mi elección de estudiar ingeniería no fue tanto una reflexión como un destino, un destino confirmado por el hecho de que mi abuelo, mi padre y el único hermano de mi padre fueron ingenieros civiles de la Universidad Católica. Ser ingeniero parecía más un destino preestablecido que una decisión deliberada. Por ende, hasta el momento de ingresar a la universidad, no había enfrentado decisiones significativas en mi vida.

Junto a 41 compañeros de mi colegio ingresé a estudiar ingeniería civil en la Universidad Católica. El primer año de carrera, más que el inicio de mi experiencia universitaria, se asemejó un quinto medio. Confieso que disfruté enormemente ese tiempo. Mantengo estrechas relaciones con aquellos compañeros con quienes compartí tanto en el colegio como en la universidad: a muchos admiro, de muchos aprendí cosas que han sido muy valiosas. Sin embargo, quiero reconocer que durante mi paso por la universidad persistí en ese mundo de privilegios carente de conciencia respecto a los dolores de la pobreza y la justicia social.

Gran parte de mis compañeros de estudios, incluyéndome, vivíamos en la burbuja, no del 10% o 5%, sino del 2,9% más rico del país; aquellos del grupo socioeconómico AB con ingresos familiares que superaban los $6.500.000 de hoy día. A pesar de las grandes responsabilidades y desafíos que enfrentábamos al forjar una carrera y una futura familia, a pesar de estar preparándonos para liderar importantes proyectos de gestión e ingeniería, éramos poco conscientes de los privilegios que teníamos y de las abismales diferencias con el restante 97% cuyo ingreso promedio familiar se situaba en torno al $1.000.000 actuales.

Esa burbuja comenzó a desinflarse, más que a reventar, cuando empecé a pololear con Mané, mi actual señora, estudiante de Bellas Artes en la Universidad de Chile. A través de ella, me vinculé, con un grupo de amigos artistas, cuyas perspectivas divergían considerablemente de las que había experimentado en el colegio y la ingeniería. Fue entonces cuando mi inclinación artística se hizo más evidente. Comencé a escribir, y durante un par de años formé parte del taller de teatro de la Universidad Católica. Sin embargo, la pintura se convirtió en mi principal pasión. Recuerdo una exposición organizada por el Centro de Alumnos de la escuela, donde algunos ingenieros pintores presentamos nuestros trabajos en el hall, a un costado de las oficinas del centro de alumnos. Al año siguiente (1996), fui convocado por el nuevo centro de alumnos para ser delegado de cultura.

Junto a Joaquín Prieto, otro ingeniero dedicado a las artes, organizamos un ciclo de cine y de recitales poéticos durante los recreos. De todas las cosas que emprendimos mientras fuimos delegados, la más estimulante consistió en una convocatoria a bandas de rock de alumnos de ingeniería. Más de 15 bandas de diferentes géneros (rock progresivo, electrónico, heavy metal y pop) se presentaron en el escenario que montamos durante todo un año en el recreo de las 11:00. Fue una verdadera transformación cultural en ese patio de ingeniería, que pasó de ser el más aburrido de todo San Joaquín a ser el centro de atención del campus.

A pesar de estos cambios, la burbuja persistía. Otro intento de desinflarla fue a través de un proyecto gestado en el centro de alumnos en el que participaba: las 2000 mediaguas para el 2000, posteriormente conocido como Techo para Chile. Este proyecto me expuso a la cruda realidad de la pobreza extrema: familias enteras viviendo prácticamente a la intemperie en Lebu y Curanilahue, Tras esta experiencia, comencé a trabajar los fines de semana en un campamento en Renca (la actual población Huamachuco).

A través lo de las 2000 mediaguas, conocí a Benito Baranda, líder del Hogar de Cristo en aquel entonces, cuyo testimonio personal me introdujo a una vivencia cristiana que no entendía la fe sin la promoción de la justicia. Esa experiencia concretó mi vocación social, la cual había ignorado antes de mi participación en las 2000 mediaguas.

Estaba en los últimos meses de mi carrera, y me enfrentaba a un dilema crucial: el porvenir como prototipo de ingeniero no me motivaba en absoluto. Trabajar en una oficina, ganar dinero, tener una casa propia, una familia convencional, una segunda casa en la playa, viajar, todo eso no despertaba ningún interés. Por primera vez debía tomar una decisión que implicaba una renuncia. Sentía un llamado hacia el trabajo en causas sociales y me ofrecí a Benito Baranda para trabajar un año en el lugar que él me designara. Así fue como conocí el Hogar de Cristo.

Ingresé como coordinador de voluntariado con el sueldo mínimo de entonces, para trabajar un año. Durante ese tiempo, me sumergí en el corazón de la organización: hospederías, jardines infantiles, residencias de personas mayores, hogares de protección. Conocí a quienes dirigían esos programas, interactué con los usuarios y quedé profundamente enamorado de la institución. Originalmente, mi plan era dedicar solo un año, pero pasaron 25 años y mi amor por esta organización sigue intacto.

Al finalizar mi primer año en el Hogar de Cristo, decidí casarme con Mané. Dado que nuestras familias eran muy intensas, pensamos en partir fuera de Santiago por un tiempo para darle a nuestro matrimonio un sello propio. Me acerqué a Benito con la intención de seguir sirviendo dentro del Hogar de Cristo, pero en alguna región diferente. Así fue como fui destinado a Chiloé, donde me desempeñé como administrador de la sede del Hogar de Cristo en la isla. Esta experiencia resultó ser un desafío enorme.

A los 25 años recién cumplidos, recién llegado a Castro, me vi al mando de las operaciones del Hogar de Cristo en la isla, convirtiéndome en la persona más joven de un equipo de aproximadamente de 200 personas, que abarcaban enfermeros, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales, sicólogos, psicopedagogos, educadores diferenciales, monitores de adultos mayores, manipuladores de alimentos… ningún ingeniero. A pesar de mi falta de experiencia técnica en estas áreas, encontré utilidad en algunas herramientas adquiridas durante mi paso por la universidad: el trabajo en equipo, el enfoque sistémico para resolver problemas complejos y la capacidad de encontrar soluciones simples que generen valor rápidamente. Mi responsabilidad en Chiloé abarcaba la coordinación de programas que incluían cuatro hospederías —en Castro, Ancud, Quellón y Achao— un hogar de discapacitados mentales en Dalcahue y un programa de familias de acogida para niños con discapacidad mental en varias islas de la provincia. Además, tenía la misión de sensibilizar a la comunidad chilota, en especial a las empresas salmoneras de la isla, para que aportaran recursos a nuestras obras.

Al cabo de dos años, volvimos con Mané y Ana, nuestra primera hija, a Santiago y, siguiendo la recomendación de Benito, inicié en 2021 una fundación al alero del Hogar de Cristo, para apoyar con microcréditos a emprendedores excluidos de la banca tradicional. Lo que inicialmente iba a ser un año se convirtió en 14 años. Nuestra iniciativa, que bautizamos como Fondo Esperanza, comenzó otorgando pequeños préstamos en especies. Luego de cinco años logramos establecer un sistema de pago oportuno para microcréditos en efectivo. En una década, estábamos apoyando a 10.000 emprendedores. Actualmente, Fondo Esperanza atiende a 120.000 emprendedores, mayoritariamente mujeres. De ser una fundación, se ha transformado en una empresa social, con el Hogar de Cristo y la Fundación Microfinanzas del BBVA como socios.

Después de mi período en Fondo Esperanza, asumí la dirección ejecutiva del Hogar de Cristo, posición en la que llevo 9 años a cargo. El próximo año, el Hogar de Cristo celebra 80 años desde su fundación por san Alberto Hurtado, un exalumno de esta Universidad, lo fundara. Hoy en día, el Hogar de Cristo cuenta con 3.000 trabajadores y más de 2.000 voluntarios. Nuestro propósito es mejorar la calidad de vida de personas de extrema pobreza a lo largo del país, interviniendo en ámbitos tales como la educación, vivienda, salud, trabajo y entorno. Anualmente, atendemos a 43.000 personas a través de jardines infantiles, colegios, hospederías para personas en calle, residencias para adultos mayores, programas de empleo y servicios funerarios. Acompañamos a las personas en condición de pobreza en todas las etapas de vida, trabajando para mejorar sus condiciones de vida y lograr su integración plena en la sociedad.

En mi equipo del Hogar de Cristo tengo el privilegio de contar con dos compañeras de carrera con las que no solo compartí la universidad, sino ahora también el trabajo. Ellas son Paulina Andrés y Paula Montes: Paulina dirige la dirección de Comunidad del Hogar de Cristo, área encargada de convocar a personas, universidades, colegios, emprendedores para que colaboren como voluntarios en las diversas causas del Hogar de Cristo. Por su parte, Paula Montes, dirige la fundación Súmate del Hogar de Cristo, cuyo propósito es la reescolarización de jóvenes fuera del sistema educativo.

Muchos de mis amigos en la universidad han seguido caminos distintos a los que normalmente se espera de un ingeniero civil. Por ejemplo, Sebastián Vicuña se ha enfocado en la academia y actualmente es Director del Centro de Cambio Global de nuestra universidad. José Joaquín Prieto se ha destacado como investigador en estudios de pobreza y urbanismo. Otro gran amigo, Claudio Seebach, es el decano de ingeniería de la Universidad Adolfo Ibáñez.

Ahora viene la pregunta del millón: ¿Cómo ha influido mi paso por Ingeniería Civil en mis vocaciones social y literaria? Quiero partir diciendo que mis vocaciones se manifestaron de forma tardía, concretamente durante los últimos años de la universidad. Sin embargo, durante mi paso por ingeniería se sembró claramente el germen de ambas vocaciones y obtuve herramientas útiles para desarrollarlas.

Tanto componer un libro de poemas como liderar una organización como el Hogar de Cristo, que cuenta con muchos trabajadores, sindicatos y programas sociales en todo el país, implica gestionar sistemas complejos. En palabras de Humberto Maturana, esto significa coordinar coordinaciones con el fin de alcanzar un propósito: la belleza y la verdad en lo que al arte se refiere, y la superación de la pobreza en el caso del Hogar de Cristo, propósitos a los que, en cualquiera de los casos, solo es posible aproximarse.

La Ingeniería civil industrial y de Sistemas me brindó una visión integral y multidimensional que permite comprender las relaciones entre los factores clave de un fenómeno, ya sea estético o relacionado con la pobreza. En esencia, lo que se busca es maximizar los escasos recursos con que se dispone, sujeto a múltiples restricciones.

Liderar organizaciones como el Hogar de Cristo, entendidas como sistemas complejos, implica tres grandes macroprocesos: 1) tomar decisiones acertadas que aporten el mayor valor a la sociedad, 2) alinear a los equipos humanos con esos objetivos y 3) implementar procesos que optimicen la gestión.

Si aplicamos estos macroprocesos a un poema, la tarea no es muy diferente: 1) elegir adecuadamente los materiales de trabajo, que son la forma y el contenido 2) alinear la forma con el contenido y 3) utilizar la mínima cantidad de recursos para generar el máximo de emoción. ¿Qué es un poema sino palabras cargadas de sentido al máximo nivel? ¿No les parece eso una ecuación de optimización?

Hablé antes sobre la importancia de alinear a los equipos de trabajo hacia un propósito común. En mi experiencia, esto es mucho más importante que hacer más eficiente a la organización. No sirve de nada aumentar el tamaño de cada uno de los vectores de tu organización si esos vectores no están alineados. En el peor de los casos, pueden anularse entre sí. En cambio, el mejor tiempo invertido es aquel que genera conversaciones estratégicas dentro de los equipos de trabajo para asegurar que cada vector apunte en la dirección correcta. Eso es lo que llamo efectividad. Sin necesidad de hacer más eficiente la organización, simplemente haciéndola efectiva, se pueden lograr cambios de productividad enormes.

No quisiera terminar sin aprovechar la oportunidad de referirme a la responsabilidad social que recae en cualquier profesional hoy en Chile, especialmente en los ingenieros civiles, quienes con alta probabilidad liderarán parte de las transformaciones del Chile en los próximos años. En el contexto que está viviendo el país con múltiples crisis —climática, sociales, políticas, migratorias, económicas, espirituales—, son muchos los aportes que ustedes, como ingenieros, pueden generar. Espero que mis palabras influyan en sus decisiones.

Durante mis 25 años de trabajo vinculado al Hogar de Cristo, he aprendido varias cosas en materia de superación de la pobreza, uno de los dolores más grandes que aqueja al país. Uno de los aspectos más significativos en este tema es la necesidad de promover trayectorias de inclusión. ¿Pero qué significa esto? Simplemente, no es suficiente ofrecer un puesto de trabajo, o una silla en una sala de clases, para que una persona que ha nacido y crecido en pobreza complete su educación media o persevere en el mundo del empleo.

Es necesario proporcionar apoyos y garantizar derechos mínimos para que las personas puedan aprovechar al máximo las oportunidades educativas y laborales que se les presentan. Esto implica, por ejemplo, brindar servicios de salud oportunos y de calidad, viviendas que permitan una convivencia familiar saludable, barrios seguros con acceso a recreación, transporte e internet, así como una sociedad que no estigmatice a las personas por su modo de hablar, su color de piel o su lugar de origen. Todos esos elementos —salud, vivienda, seguridad, educación, trabajo, convivencia familiar y una mirada libre de prejuicios—, cuando se integran adecuadamente, facilitan que un niño con rezago escolar, una mamá adolescente o una persona con discapacidad puedan avanzar en su inclusión plena, sacando lo mejor de sí.

Promover trayectorias de inclusión, dada la magnitud del desafío, requiere la colaboración activa de todos los sectores de la sociedad: el Estado, la sociedad civil, las empresas, el mundo de la educación, el mundo de la ciencia y el propio mundo de la pobreza. Ningún actor por sí solo será capaz de brindar y articular los apoyos y derechos necesarios para garantizar trayectorias de inclusión. No existe una receta única. Se precisan acuerdos amplios, basados en la confianza, que integren los objetivos específicos de cada sector y disciplina, y que proporcionen valor compartido, pero siempre anteponiendo, por encima de los intereses particulares, el interés común, lo cual es, sin duda, lo más difícil.

Ahora bien, ¿Cómo lograr esto? Es cierto, parece muy difícil. Sin embargo, Alberto Hurtado decía que, para los grandes desafíos, para los problemas realmente importantes como este, las soluciones aparecen “cuando el corazón está implicado”. Es a través de la implicación emocional que se producen los cambios ¿Y cómo se implica el corazón? No hay otra forma: debemos entrar en contacto con la pobreza, ponerle rostro, nombre y apellido, conocer sus dolores y alegrías, sus frustraciones y esperanzas.

Implicarse en la pobreza, con una mirada abierta y sin emitir juicios, es la primera tarea de todas. Detrás de la historia de un joven o de una persona mayor, sin importar las decisiones que hayan tomado, malas o buenas, existe una dignidad intacta. Solo cuando somos capaces de reconocer esa dignidad esencial, podemos generar en nosotros un cambio de mirada, una transformación de conciencia que nos llevará a tomar las mejores decisiones y perseverar en la construcción de un país más digno y justo.

Juan Cristóbal Romero